El trastorno de pánico (TP) se caracteriza por ser un trastorno de ansiedad donde la persona experimenta crisis de angustia recurrentes (es decir, repetitivos) e inesperadas (o que la persona no sabe a qué atribuir o a qué se pueden deber) que provocan un estado permanente de preocupación e hipervigilancia.
En contraste, los ataques de pánico esperados son aquellos para los cuales existe una señal obvia o un desencadenante, como una situación en la que normalmente aparecen los ataques de pánico (en el metro, al ir a hacer la compra, etc.).
La edad de inicio del trastorno de pánico fluctúa entre el final de la adolescencia y la mitad de la cuarta década de la vida. Es muy poco frecuente a partir de los cuarenta y cinco años.
Por otro lado, destacar que este trastorno no es extraño que se inicie o empeore tras una ruptura o pérdida de una relación interpersonal importante para la persona.
El curso típico es de carácter crónico, con mejoras y recaídas. Algunas personas presentan episodios separados por años de remisión, mientras que otras muestran permanentemente un cuadro sintomático intenso. Aunque el trastorno de agorafobia puede aparecer en cualquier momento, suele hacerlo el primer año del trastorno de pánico.
Todos los síntomas (o algunos de ellos) aparecen por primera vez en la persona inesperadamente cuando están haciendo cola en el supermercado, están en lugares concurridos, se alejan de casa, conducen o usan el transporte público. El resultado de este primer ataque de pánico, la manera en que afronte la persona dicho ataque y sus síntomas, la presencia o no de sucesivos ataques (a veces sólo se sucede una crisis), marcará o influirá en el mantenimiento del trastorno, desarrollando en ocasiones el conocido trastorno de agorafobia.
Habitualmente, las personas con trastorno de pánico intentan evitar las sensaciones físicas internas asociadas a la angustia. Paradójicamente, presentan una elevada sensibilidad a la ansiedad y un notable temor ante los acontecimientos somáticos (una mayor conciencia interoceptiva). De esta forma, las sensaciones internas somáticas conducen a la aprensión y al temor, que a su vez aumentan los síntomas preexistentes somáticos, lo que a su vez incrementa el temor; se produce un círculo vicioso que conduce a una nueva crisis de pánico.
La frecuencia y la gravedad de los ataques de pánico varían ampliamente. En cuanto a la frecuencia, algunos individuos presentan las crisis con una periodicidad moderada (p. ej., una vez a la semana) pero regular desde unos meses antes hasta el momento actual. Otros describen breves salvas de crisis más frecuentes (p. ej., cada día) separadas por semanas o meses sin padecer un solo ataque, o bien los presentan con una frecuencia considerablemente menor (p. ej., dos cada mes) durante un período de varios años.
En cuanto a la gravedad, las personas con trastorno de pánico pueden tener ataques completos (cuatro o más síntomas) o limitados (menos de cuatro síntomas), y el número y el tipo de los síntomas con frecuencia difieren entre un ataque de pánico y el siguiente.
Las personas con ataques de pánico se preocupan de manera característica por las implicaciones o consecuencias que éstos pueden tener sobre sus vidas. Algunos temen que las crisis de pánico sean el anuncio de una enfermedad no diagnosticada que pueda poner en peligro la vida (p. ej., la enfermedad coronaria, un trastorno comicial), a pesar de los controles médicos repetidos que descartan esta posibilidad.
Son frecuentes las preocupaciones sociales, como la vergüenza o el miedo a ser juzgados negativamente por los demás, debido a los síntomas evidentes del ataque de pánico, y la creencia de que las crisis de pánico indican que uno se está "volviendo loco", que se está perdiendo el control o que suponen cierta debilidad emocional.
Algunos individuos con crisis de angustia recidivantes experimentan un cambio de comportamiento significativo (p. ej., abandonan su puesto de trabajo), pero niegan tener miedo a nuevas crisis de angustia o estar preocupados por sus posibles consecuencias. La preocupación por la posible aparición de nuevas crisis de angustia o sus posibles consecuencias suele asociarse al desarrollo de comportamientos de evitación que pueden reunir los criterios de agorafobia, en cuyo caso debe efectuarse el diagnóstico de trastorno de angustia con agorafobia.
Puede haber cambios de comportamiento desadaptativos para intentar minimizar o evitar nuevos ataques de pánico y sus consecuencias (que empeoran la situación y el manejo de la ansiedad). Algunos ejemplos incluyen:
Actualmente la aproximación con mayor consenso es la perspectiva biopsicosocial, que incluye el estudio de distintos factores biológicos, psicológicos y sociales relevantes en la etiología del TP.
Dentro de la multitud de modelos explicativos de la etiología del trastorno de pánico, podemos destacar dos con un amplio consenso de la comunidad científica: el modelo integrador de Barlow y el modelo cignitivo integrado de Casey, Oel y Newcombe.
El modelo de Barlow explica que existe una influencia genética (y otra ambiental) en la tendencia a estar nerviosos o a reaccionar ante el estrés. Tal vez una persona haya crecido con la idea de que el mundo no es controlable y que podría no ser capaz de afrontarlo cuando las cosas empeoren. Si esta percepción es fuerte, hablamos de vulnerabilidad psicológica a la ansiedad.
También es posible que una persona se encuentre bajo mucha presión debido a estímulos/situaciones interpersonales estresantes. Un evento estresante determinado podría activar sus tendencias biológicas a la ansiedad y sus tendencias psicológicas a sentir que tal vez no sea capaz de manejar la situación y controlar la tensión, lo que hace más probable la experiencia de un ataque de pánico.
Barlow explica que el trastorno de pánico comienza con la observación de la experiencia de ataques de pánico inesperados desarrollando una ansiedad focalizada en la posibilidad de tener otro ataque de pánico en el futuro. Estas personas anticipan la ocurrencia de otro ataque de pánico de manera aprensiva, perciben que los ataques son incontrolables e impredecibles (vulnerabilidad psicológica) y están extremadamente vigilantes con respecto a síntomas físicos que les anuncian el inicio del próximo ataque.
En el modelo de Barlow se describen distintos tipos de alarmas: verdaderas, falsas y aprendidas. Cuando existe una situación potencialmente dañina o peligrosa, la respuesta de
ansiedad y de temor se clasificaría como una señal de «alarma verdadera». Se denominan «falsas alarmas» en el caso de que se
produzcan en situaciones en las que no hay nada que temer (no hay peligro). Como no hay nada que temer, la falsa alarma a menudo aparece de repente, con la consiguiente sorpresa para
la persona. Cuando estas alarmas, verdaderas o falsas, se asocian a estímulos internos o externos, se convierten en «alarmas aprendidas».
A diferencia de las fobias específicas, en las que los estímulos temidos son fácilmente identificables, en el caso del trastorno de pánico los estímulos que desencadenan el miedo y la ansiedad son más difusos o difíciles de identificar. Por lo que las alarmas falsas pueden condicionarse con estímulos fisiológicos internos y generar el fenómeno llamado «condicionamiento interoceptivo».
Cuando las falsas alarmas se asocian con determinadas situaciones, como centros comerciales, calles repletas de gente, grandes espacios abiertos, medios de transporte, etc., aumentará la probabilidad de responder con la huida en busca de protección. El refuerzo negativo se encarga de explicar por qué se mantiene la evitación como respuesta de protección en el paciente con pánico. Como consecuencia de esta respuesta se desarrollará la agorafobia.
Este modelo postula la existencia de un círculo vicioso en el que la secuencia de acontecimientos desencadenados se inicia con la percepción de amenaza y culmina con la ocurrencia del ataque pánico. La interpretación catastrófica de las sensaciones físicas sirve como pensamiento que media en la ocurrencia del ataque de pánico y en la evitación e interferencia asociada al trastorno. Es este círculo vicioso el que mantiene el trastorno.
La prevalencia del trastorno de pánico es elevada en las personas con otros trastornos, particularmente otros trastornos de ansiedad (especialmente la agorafobia), la depresión mayor, el trastorno bipolar y, posiblemente, el trastorno por consumo moderado de alcohol.
Las personas que tienen trastorno de pánico muestran una notable incidencia, entre el 40 y el 80%, de trastorno depresivo mayor. En un tercio, aproximadamente, de los sujetos con este trastorno, la depresión precede a las crisis de pánico.
El trastorno de pánico puede confundirse erróneamente con otros trastornos, como por ejemplo:
El tratamiento del trastorno de pánico consta de una serie de elementos, dirigidos a cumplir una serie de objetivos:
En cuanto al tratamiento, el trastorno de pánico implica un proceso terapéutico basado en el aprendizaje de nuevas habilidades para gestionar la ansiedad por parte del individuo que la sufre. Entre las técnicas empleadas a tal fin, y, a reducir conductas de dependencia y evitación, la persona aprende sobre estas técnicas de intervención:
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