Una de las máximas fundamentales de la psicología es que cada uno de nosotros nos comportamos de una manera diferente ante distintas situaciones. Pero, ¿por qué? ¿Qué influye en esas diferencias? ¿Tiene algo que ver lo que hemos aprendido en nuestras relaciones? ¿Son nuestras creencias algo determinante? ¿De dónde vienen?
Podríamos empezar por explicar algunos conceptos básicos de nuestra vida, como son:
Todos estos elementos se interrelacionan, generando cambios los unos sobre los otros. Es decir, si se produce un cambio en uno de estos elementos, se producirá en el resto. Este es el principio demostrado empíricamente, y en el que se sustenta la terapia cognitivo conductual. El nombre de terapia cognitivo-conductual (TCC) se utiliza para describir las intervenciones que tienen por objeto reducir el malestar psicológico y las conductas desadaptativas mediante la modificación de los procesos cognitivos (atención, razonamiento, memoria, percepción, etc.).
La TCC se basa en el supuesto subyacente de que nuestras emociones y conductas (lo que sentimos y lo que hacemos) constituyen en su mayor parte un producto de las cogniciones (creencias, pensamientos) y que, en consecuencia, las intervenciones cognitivo-conductuales pueden generar cambios en la forma de pensar, sentir y actuar de una persona (Kendall, 1991).
Dicho de otra forma, podemos concluir que lo que pensamos e interpretamos acerca de las situaciones y de nosotros mismos, los demás y la vida y el mundo, nos produce una serie de emociones, que a su vez generan reacciones físicas y nos hace comportarnos de una determinada manera, que genera consecuencias diversas. De esta forma, aprenderíamos de maneras distintas que se combinan y superponen de distintas formas. Una de ellas sería a través de la propia experiencia y construcción activa de las creencias, significados, emociones, anticipación de situaciones, que se van desarrollando desde la infancia a través de las relaciones con los demás.
Otra forma de aprendizaje sería a través de la observación de otras personas o por imitación. Es decir, aprendemos a través de la observación que tiene para los demás determinadas conductas, creencias, emociones, formas de expresarlas, etc.
Otra manera de aprendizaje sería a través de la asociación. Aprenderíamos a ligar sucesos, eventos, consecuencias, a través de la aparición repetida de dos hechos (o más) que van aparentemente ligados o lo están directamente (meter los dedos en un enchufe - la descarga eléctrica).
Y por último, a través de las consecuencias de lo que hacemos. Aprendemos por las consecuencias de hacer cualquier cosa y lo que esto genera. Lógicamente, los sucesos que conllevan consecuencias positivas tenderán a repetirse, mientras que las conductas con consecuencias negativas tienden a desaparecer o reducirse.
Si partimos de lo comentado anteriormente, existen otra serie de conclusiones que podemos establecer para comprender cómo aprendemos a pensar y porque lo que creemos suele ser como es.
Además de estas tres conclusiones, otro de los aspectos que influyen en nuestro aprendizaje, y que cabe reseñar, es que existe una infinidad de factores que influyen en nuestro aprendizaje. Veamos algunos ejemplos:
En definitiva, aprendemos a pensar y creer lo que creemos por construcción activa, por imitación, por asociación, por las consecuencias de lo que hacemos, por las influencias familiares, por los marcados culturales y sociales, por nuestra educación, lo que conseguimos o nos motiva conseguir (y/o evitar), por las propias experiencias o la influencia de nuestros amigos y seres queridos. Todos estos factores están siempre influyéndonos y acaban por conferir una configuración partircular de cada persona.
Las primeras experiencias en la infancia (y también en la adolescencia) y la educación temprana conducen al desarrollo de una forma bastante fija de pensar (esto es, a unas creencias y esquemas nucleares). Estas creencias cristalizan en la infancia ("soy malo", "no me quieren", "no agrado a nadie", "soy culpable", "no merezco ser amado", "no puedo protegerme", etc.) y determinados sucesos en la vida de la persona activan dichas creencias, generando un gran malestar. Lógicamente, ese malestar intenta ser compensado por la persona, que busca estrategias para eliminar o reducir el malestar emocional.
De esta forma, una persona que fue maltratada en la infancia habría aprendido que "soy culpable" o "no me quieren", intentando eliminar el malestar generado por tales creencias. De esa manera, esta persona construiría lo que denominamos creencias intermedias o supuestos (reglas o normas, suposiciones y valoraciones). Tales creencias tendrían la finalidad de contrarrestar el malestar y alcanzar un equilibrio emocional, de forma que "si no me quieren, debo tratar de agradar a los demás" (regla), así, cuando consiga la aceptación de los demás conseguiré sentirme bien conmigo mismo (no, por el contrario, si no consigo dicha aceptación).
Ello a su vez genera toda una corriente de pensamientos automáticos relacionados con la persona en particular ("caeré mal”), con su rendimiento ("soy torpe socialmente") y con el futuro (“siempre me pasará lo mismo”), conocidos comúnmente como la tríada cognitiva. A su vez, estos pensamientos automáticos pueden generar una serie de cambios emocionales, cambios conductuales y cambios somáticos (pérdida del apetito, alteraciones del sueño).
Lo cierto es que responder a esta pregunta es complejo, pero podemos decir que algunas creencias tenderán a desaparecer si lo único que nos generan es dolor y sufrimiento. Sin embargo, a menudo las creencias no sólo generan malestar, sino que también nos pueden proporcionar sensaciones de seguridad, protección o tranquilidad al mismo tiempo.
Tras una sesión en que el paciente y yo trabajamos para que aprendiera en el manejo de un técnica, decidimos que se marchara a casa y tratase de emular lo que habíamos hecho en sesión, pero en su casa. Tras una semana, regresó a consulta y me dijo molesto que no lo había hecho "porque soy imbécil". Acabamos concluyendo ambos que pensar que era imbécil era algo que le había servido para no enfrentarse a la frustración que le generaba equivocarse o no saber cómo hacerlo. El paciente acabó por aprender a realizar dicha técnica y aprendió que de esa forma se lastraba a sí mismo, fruto del miedo, impidiéndose experimentar malestar y aprender de su propia frustración.
Este ejemplo ilustra la forma en que una creencia puede hacernos daño (crítica constante y efectos en su autoestima) y puede, a su vez, generarnos algo aparentemente positivo (no enfrentarse a las complicaciones) pese a ser conscientes del daño que nos provoca.
Al final, que las creencias no cambien nos proporciona una estabilidad, y de no ser así, estaríamos constantemente experimentando cambios emocionales y reacciones negativas en los demás, que verían como un día nos comportamos de una manera y al siguiente de otra radicalmente opuesta.
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